Si
hay algo que me gusta recomendar a cualquiera que le guste andar por Guayaquil,
es que procure no coger taxis en la calle y, mucho menos, si es de noche, y, aún
peor, si es quincena.
Así fue, 9:00 pm en la Víctor Emilio Estrada. Paramos un taxi
amarillo, indicamos la dirección, negociamos el valor y, conformes con ello, nos
subimos en el asiento trasero. Colocamos los seguros, y total y plenamente
confiadas, continuamos nuestra conversación. En menos de un minuto de
distracción, el chofer tomó una calle incorrecta, frenó, y un tipo con un arma, ya
estaba apuntándonos. Un grito largo y desesperado se desprendió de mi boca. El
chofer giró, sacó los seguros de la puerta, y el tipo con el arma se subió al
carro, y arrancó rápidamente.
—¡Tranquilas que aquí no pasa nada! —dijo el tipo, encañonándonos—. Lo único
que quiero es dinero y ustedes me van a colaborar. Cierren los ojos y denme sus
carteras.
En pocos segundos, mi respiración se paralizó.
Son esos segundos en que se te cruzan diez mil cosas por la cabeza. Un conjunto
de emociones. Angustia, miedo, preocupación, desesperación. Y para casos como
estos, nunca está de más la llorona, yo. Sí, empecé a llorar y a gritar.
Obviamente al secuestrador no le agradó para nada mi llanto. Se molestó y
me pidió que me callara. Nos dijo que no nos iba a pasar nada. Tres horas de
incertidumbre son suficientes para meditar sobre uno mismo. Y para guardar
esperanza de que todo vaya a estar bien.
Al final, fue verdad. No nos pasó nada.
Claro.
Solo el robo, el susto y el mal rato.
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