Había vivido casi toda mi niñez y
adolescencia entre la casa de mi abuela y la de mis padres. Mi abuela cuidaba
de mí, durante los meses en los que mi mamá se encontraba en SOLCA, pasando por
la recuperación de una operación para extraerle un tumor que ocupaba gran
espacio en su pecho, para ser específica, al lado derecho de su corazón. Mi mamá
hoy está viva, gracias a que la operación fue a tiempo. Yo apenas tenía cuatro años,
cuando mi abuela me ayudaba con los deberes del kínder, y me cuidaba hasta que
llegase mi papá del trabajo.
La única manera para que mis hermanitas y yo
no reventáramos en llanto cada noche que mamá no estaba con nosotros, era saber
que podíamos dormir junto a papá, todos en una misma cama. Solo así nuestro
dolor y preocupación se aminoraban, aunque durante los dos meses de
recuperación de mi mamá, nuestras noches eran de insomnio.
Mi mamá tiene cuarenta y nueve años, y ella sufre ahora por
una enfermedad ajena. A mi abuela, de noventa y dos, le detectaron el mismo problema
que tuvo mi mamá cuando yo era pequeña. Pero la diferencia es que mi abuela ya
no tiene la fuerza de antes. Tememos lo peor.
Tal vez sobreviva a la operación. ¿Y si no?
A
veces pensamos que los seres que amamos estarán para siempre con nosotros, pero
en un momento inesperado el destino nos confirma que nadie tiene la vida
asegurada.
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